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CIRCO, MAROMA Y TEATRO EN LA OBRA DE ALEJANDRO CABALLERO VALDÉS

¡Vamos a ver a los payasos!

Cuando Alejandro Caballero esboza con crayón negro alguno de sus fabulosos dibujos, una suerte de magia se articula entre sus dedos y surgen entonces, prácticamente de la nada, seres fabulosos que nos sonríen desde el singular teatro de la vida. Porque la dicha y la tragedia que la conforman son también los motores centrales de la obra de Caballero.

En primer término: la felicidad de vivir. El efecto tan sano que sigue a la alegría de la simple existencia es el motor de arranque de sus obras que retratan la vida del circo. Alejandro es también, para decirlo llanamente, un pintor de acróbatas y trapecistas pero, sobre todo, de payasos. Y, por este hecho, las obras de género circense que produce Alejandro Caballero no pueden asociarse a otro sentimiento que no sea el de la felicidad (La mochila de los sentimientos). Pero el efecto sano de la felicidad gozosa, la risa que nos acompaña en las horas más dichosas de nuestra existencia es, contra lo que se cree, uno de los estados del ánimo más ausentes en la historia del arte.

Contados ejemplos pueden recordarse en la historia del arte en los que los personajes centrales de dibujos, pinturas o esculturas expresan la alegría de la vida sonriendo y, menos aún, carcajeándose. Ese llano sentimiento de la más elemental de las dichas humanas ha sido escasamente representado por los artistas a lo largo de los siglos. Como si abordar la felicidad y su manifiesta expresión: la risa, fuera un asunto de tal llaneza y simplicidad que no merece las alturas a que el arte aspira. Recordemos, si no, la leve, la desdibujada sonrisa de Monalisa que, con disimulo, casi con vergüenza, tal si cometiera una indiscreta falta frente al pintor, sonríe apenas y expresa el gozo, la satisfacción del vivir. ¿Será, acaso, sin embargo, a ese sencillo gesto de felicidad al que debe su fama universal la Gioconda de Da Vinci?

De ahí que la felicidad sea un elemento destacable en la obra de Alejandro Caballero (Familia circense, La alegría de un payaso, La demencia del arlequín). En ese sentido, consecuencia lógica de ese interés como artista y ser humano por representar en su obra la alegría por vivir, es la temática circense. Pues, ¿qué otro escenario más natural para la alegría que el del circo? Y Alejandro Caballero es, a no dudarlo, un maestro en la representación del circo de una, dos o tres pistas.

Circo de tres pistas

Pero tal como la vida misma, el circo es también un escenario de varias pistas y así lo aborda también Alejandro Caballero, sobre todo en sus óleos de mediano formato. Es decir, si la felicidad que se asocia con los payasos en el circo es, en todo sentido, inseparable, también lo es, paradójicamente, la tragedia; los sinsabores irreprochables de la vida. Como en los versos de la celebrada canción que grabó para la eternidad “el rey del bolero ranchero”, Javier Solís, el payaso “oculta su derrota entre risas y muecas que lo llenan de espanto”. Pues si el verdadero semblante del payaso, enmascarado con maquillaje, es siempre una mueca risueña, oculta debajo el drama asociado a las penas domésticas.

En ese sentido, Alejandro gusta mucho de retratar también al payasito callejero, al clown de los cruceros citadinos que, para no morir de hambre, se maquilla sin mayor gracia e improvisa ademanes torpes que le agencian unas monedas. El maquillaje es, entonces, una barrera frente a la miseria, que viste de felicidad la marginación y el olvido social (Payaso del Periférico, Arlequín con palomas, Niño payasito con conejo).

El drama, pues, en las pinturas de Caballero vinculadas a las prácticas circenses, se refleja también en los rostros inexpresivos de algunas pinturas de este género tan suyo. Payasitos tristes que ahora no transmiten felicidad, ni tristeza manifiesta, sino la genuina tragedia de la existencia (Payaso con marioneta alegre, etc.). Y es que el circo que nos divierte a chicos y grandes encierra también, bajo sus grandes carpas, el dolor humano; el pathos que acompaña al hombre común, al individuo irremediablemente solo en el centro del mundo.

El amor

Pero también el amor se encuentra en las alturas del trapecio. Algunas de las pinturas más acertadas de Alejandro Caballero son precisamente, en nuestra opinión, sus trapecistas amantes del peligro (Idilio en las alturas, Idilio, Arlequines descansando, etc.). Es cuestión de gustos indudablemente pero, a nuestro parecer, sus gouaches de trapecistas y arlequines son de lo mejor de su producción, de ya dilatados años. Y nos referimos a estas obras como los amantes del trapecio porque, ¿de qué otra forma puede describirse con acierto la sensualidad de contorsiones y ademanes de esas parejas de trapecistas retratados? ¿O será, acaso, que la perfecta belleza de esos cuerpos ejercitados hasta el cansancio nos engaña, y la sinuosidad de sus formas revela, por sí misma, el erotismo que albergan? El eros y el tanathos en la pista, cada vez que se balancean armoniosamente en las alturas.


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