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Alejandro Caballero, Paisajes del abismo.






Carmen Gómez del Campo Herrán

CENIDIAP CDMX, Diciembre de 2021.






El trabajo de Alejandro Caballero está pulsado desde el deseo por rescatar del abismo, del olvido, del desecho y del desuso, fragmentos -traperías las llamaba Benjamin-, de las historias y los retazos de la memoria, de quienes alguna vez los tuvieron entre sus manos como una unidad que formaba parte de su vida cotidiana y de sus mundo. Su trayectoria como artista y sí, también como persona, en parte puede describirse como la diaria travesía por otros mundos, los invisibles, los no apreciados: mercados de pulgas, rincones escondidos, esquinas de su entorno, Tepito, siguiendo los trazos y las huellas de sus habitantes, -sus contemporáneos, sus antecesores-, buscando develar, dar visibilidad y quizá, traer de nuevo a la vida aquello que quedó extraviado, relegado o desterrado. En algún sentido, como otros lo han apreciado acerca de su trabajo, realiza una arqueología del pasado reciente que aún palpita en cada esquina de ese micro universo que, como un Aleph, encierra al mundo entero.

Su andar hoy lo ha conducido a preguntarse por lo que ocurre en esos mundos subterráneos, paralelos, oscuros, inasibles e invisibles de la subjetividad de quienes, conducidos por su historia, se viven bajo el asedio de la adicción a algún Pharmacón. Visibles sus efectos devastadores para quien los observa desde fuera, queda claro que no alcanzan para dar cuenta de la vivencia interna que los ha orillado a transitar a través de esos derroteros ni, de la experiencia abismal que sucede en el momento de su consumo, así como tampoco, las vivencias corporales que son experimentadas como consecuencia de la ingesta o bien, bajo un trabajo de rehabilitación. Es en torno a dar cuenta de estas vivencias a través de la figurabilidad de las mismas, que el pintor concentra actualmente su trabajo.

Alejandro Caballero quiere figurar para hacer visible esa vivencia devastadora en aquellos que buscan a través del consumo adictivo, crear un cuerpo propio ahí donde, desde la historia de cada uno, se han vivido expropiados de éste o bien, en riesgo continuo de perderlo o de disolverse. Porque sí, llegar a la adicción tiene por condición la vivencia cotidiana de no poseer un cuerpo, un cuerpo propio y, desde esta apremiante y desgarradora experiencia, se viven constreñidos o bien, a insuflarlo a través de drogas que lo exalten o, simplemente poder sentirlo o bien, percatarse de que de percatarse que de él se producen sensaciones o, en otros casos que conllevan los efectos físicos más dañinos, precisamente se consumen para dejar de sentir al cuerpo y todo lo que de él emana. Se trata de un acoso diario e implacable pues diaria es, para estos sujetos, la vivencia de vacío y horror que los asedia.

El pintor no se vive ni se muestra ajeno ni distante al torno que lo rodea ante el cual, se siente convocado y llamado a intervenir, a hacer “una hermandad con el otro”, como recientemente lo expresó. Es éste, quizá, uno de los motivos que lo han conducido a la creación de sus performances y sus instalaciones tan llenos de vida y movimiento. Menos aún podía mantenerse ajeno a la vivencia abismal de aquellos, cercanos y no, que se viven condicionados en su vida al consumo o apego a algún objeto o sustancia que les de consistencia y cuerpo. Como lo ratifica el taller bajo su cargo y atención “Imaginarte-Trazo de Arena” creado dentro del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, Fray Bernardino, o bien, en otros espacios como es la Escuela de Arte Gratuita de Tepito (Elitep), sitios donde, entre alumnos y maestro han construido un trabajo y una atmósfera de camaradería para favorecer la creación artística. Lugares de encuentro y expresión pues, sabiendo e intuyendo que a través del quehacer artístico o diremos, del apego a otro objeto en este caso, no dañino, también se puede llegar a suplir y hacer las veces de cura paliativa para poder vivenciarse habitando un cuerpo propio al cual no hay que exaltar o adormecer.

El artista da figurabilidad y mediante ella, visibilidad, a todo aquello que le ha sido transmitido en el diálogo continuo durante el acompañamiento con su alumnos. Sus obras son un crisol que nos acercan, de manera casi vivencial, a los potentes efectos sensoriales y perceptuales que el consumo de sustancias producen tanto orgánicamente, como en las representaciones psíquicas o subjetivas mediante las cuales, el cuerpo propio puede ser representado.

Bajo lo que se podría denominar como series o pasajes, el pintor se va adentrando en los paisajes alucinados, ruinosos, exacerbados de la experiencia adictiva: una que figura los estragos orgánicos, otra más, las diversas maneras de construir un cuerpo a través del apego a alguna sustancia y, una última, las formas de reparación o de hacer cuerpo a través del juego y la creación como vehículos para una “rehabilitación”, que no podrá ser otra, y esto lo intuye bien el artista, que hacer cuerpo junto a otros mediante el trabajo artístico como antídoto ante la diaria vivencia de estar en peligro. Las series, que a su vez forman subconjuntos, son un minucioso registro figurativo, una especie de narrativa, de escritura visual de los estragos de las vivencias abismales, hasta de las ruinas que el pintor aprecia a través de los relatos escuchados pero también, de la observación de los rostros y de los cuerpos desdibujados, desvanecidos, exacerbados, desfigurados que el consumo ocasiona día a día.

Platón casi al finalizar el diálogo Fedro, habla en voz de Sócrates acerca de la escritura como un Pharmacón, como un remedio para la memoria, una asistencia dada desde el exterior, para no olvidar. Concebida así, como todo Phármacon, la escritura poseerá al igual que cualquier de estos, una doble potencia o poder: ingerida en una cierta dosis, es un remedio, sobrepasada ésta, envenena; es decir, su ejercicio queda dentro de un límite o borde que de suyo supone un riesgo y un alivio: se corre el riesgo de volver perezoso el pensamiento y la memoria de aquellos que la usen como recurso, pero deviene también, en la posibilidad de resguardar la memoria y de poder transmitirla.

La relación escritura-memoria sugerida desde Platón, nos permite traducir el trabajo de Alejando Caballero como una escritura, una narrativa figural que ilumina y nos expone al mundo de la adicción y sus efectos para no olvidar. A lo largo de su escritura figurativa se asiste a un goce doloroso, agradable y desagradable, que calma e irrita, igual que un Pharmacón lo hace sobre el cuerpo. Aun en su condición de testigo y que el suyo sea un testimonio de lo que padecen esos otros próximos cercanos, su obra es un registro de memoria en el cual el pintor va trazo a trazo, línea tras línea, color sobre color, sobreponiéndolos a los bordes de una gestualidad oculta, invisible que forman los hilos con los cuales se teje la trama de esta vivencia de vacío.

La narrativa figurada que realiza el pintor podemos apreciarla también, como toda una puesta en escena desde la cual, no sólo extiende su pasión por la creación de performances que dan presencia viva y despliegan la movilidad de los personajes que figura, como ocurre en sus montajes sobre el circo. En este caso, se pueden observar y leer en sus lienzos, o páginas, las piezas que componen la vivencia adictiva, pues en ellas realiza una especie de des-montaje de cada una de ellas para exponer los elementos que conforman el engranaje subjetivo de quienes se viven pendiendo del efecto de ese remedio-veneno.

Ubicados bajo este encuadre, se observa en la obra una labor de captura de los gestos que subyacen al hundimiento, desde los más ínfimos e imperceptibles a la mirada como son los movimientos neuronales, hasta las formas exteriores que adoptan en sus rostros, sus cuerpos y las formas de estar con los otros.

Asomados a mirar con detalle estas series, se puede apreciar cómo la excitación neuronal es figurada por el pintor bajo una movilidad casi orgánica entre círculos y elipsis concatenados, de un color electrizante que lo da, no su estridencia, sino la intensidad con la cual logran transmitir la tempestad de los neurotransmisores que el psicofármaco desata: pasadizos internos que conducen a vacíos, dendritas dispersas que no se enlazan entre ellas y no conectan nada. Pura alteración eléctrica cuya expresión vivencial Alejandro la traduce y la metaforiza en las páginas de una serie de imágenes en las cuales va figurando diversos rostros crispados y descompuestos, de acuerdo al consumo de una u otra sustancia. Cayendo en el abismo de los alucinógenos, titula una de sus obras en la que se observa un rostro horrorizado y de mirada vacua, intentando, desesperadamente, detener la caída de su cuerpo abrazándose a sí mismo a falta de un otro que lo asista; sobrepuesto está a la imagen de otro hombre, que más parece su propia alma que lo abandona; ambas figuras, a su vez, están montadas sobre otra ya hundida cuyas manos no pueden contener y ni sus pies sostener a aquellos que le caen encima. Sonrisa alucinatoria premortis, otra página en donde narra la vivencia mortuoria que se experimenta. En el centro un rostro desnudado de vida y contorneado por la muerte, ésta, a su vez, azorada, otro cuerpo más rodea y envuelve a ambas figuras intentando contenerlas en un abrazo que hacen las veces de un recuadro, de un contenedor de la vivencia. O bien, Desarticulación familiar etílica, ilustrando de manera ejemplar la co-dependencia de aquel cercano libidinalmente a quien vive bajo el consumo etílico que habrá de quedar sometido a su cuidado y, hasta, devenir en su suministrador o administrador. Dispuestos en un semi-cubo, cuatro rostros que no se miran entre sí –quizás un padre, una madre e hijos- están unidos y atrapados al centro en torno a una copa-vaso que contiene al preciado líquido. Un rostro femenino se encuentra en la base que sostiene la composición, y acudiendo y hasta quizá forzando un poco la teoría, correspondería a la madre: es de su boca que sale una sonda que busca piso sin hallarlo. Igual ocurre con otro rostro femenino, éste colocado en una de las caras laterales.

En Pencas de la introspección, el pintor hace una narrativa mediante la figuración de una especie de hombre-pulpo de cuyo cerebro-boca, brotan tentáculos que están sellados por sendos cierres naranja que parecen clausurar toda posibilidad introspectiva, desmontando así la ilusión de lograr una revelación o iluminación a través del consumo de estos hongos. Con una fina y burlona ironía en Elevación por éxtasis repentino, otra imagen de esta segunda serie, pone de manifiesto la trampa a la que conduce el MDMA: buscando quien lo consume la ilusión de un éxtasis sensorial, termina su rostro estampado y sus ojos devenidos dos rostros con sus ojos abiertos al punto del terror siendo, él mismo, el globo aerostático en el cual esperaba emprender el extasiado vuelo. En la imagen Magnetismo centrifugado por sobredosis, el artista pone en juego la involución subjetiva a la que precipita la sobrecarga en el consumo. Bajo el aletargamiento anestésico, el tiempo se suspende, la sensorialidad queda anulada así como todo dispositivo que acerque al otro-semejante para entregarse a un sueño desdoblado.

Otro de estos paisajes del abismo, puede ser apreciado como el registro de los efectos colaterales al consumo. El artista los va figurando en rostros de mujeres, algunos marcados por la vivencia de vacío (Aditamentos de la depresión controlada, Candor del canto afásico)), otros por la desesperanza o por la alteración (Sinergia de las expresiones alteradas); unos más, bajo una figurabilidad dentro de una atmósfera cuasi-onírica (Estancias de la muchacha evasiva, Recuerdo de la adolescencia alterada) a través de los cuales, Alejandro logra capturar y transmitir la vivencia ante los recuerdos de un pasado perdido y añorado o bien, las maneras de vivirse junto los otros, sensación que ocurre y recorre la subjetividad en casos de adicciones: una experiencia cotidiana de encontrarse en la vida narcotizado, como dentro de un sueño, entre la extrañeza y la distancia física y la lejanía afectiva que este modo de estar en la vida pauta.

Se puede observar a su vez, otra secuencia fascinante por los matices que logra atrapar el pintor y que dan cuenta de los tránsitos en los que transcurre el diario vivir, pues, de nuevo, bajo la fina intuición de aquel que sabe observar y escuchar, da figurabilidad a personajes cuya afición puede pasar desapercibida, o bien pensada como una pseudo-adicción. De entre ellos tenemos el Síndrome del Diógenes Tepiteño, exuberante recolector de chácharas, objetos, prendas y lo que encuentre y acumule en el camino. Cargando con todo el peso de sus objetos, Diógenes parece marchar tras la caza de fragmentos de memoria de otros, como si, a través de su carga, él pudiera sentir que su cuerpo se expande, se agranda, no porque se viva expropiado de su cuerpo, vivencia esencial para poder ser definido como adicto, pero es como si los objetos le otorgaran peso, densidad y volumen a su cuerpo, deviniendo uno con los objetos. En una línea similar, se encuentra la imagen Cinetismo de la vida vertiginosa. Montada sobre una especie de carruaje cuyas ruedas son el mundo mismo, una mujer comanda la marcha del artefacto; provista de comida, una cama, una maleta lista para seguir una carrera contra el tiempo que parece no detenerla nada. Vivencia, efectivamente, vertiginosa, bajo la cual se vive sometido aquel adicto al consumo de drogas como la cocaína o bien a ciertas modalidades de adicción como puede ser, por mencionar alguna, al trabajo frenético, cuyo efecto sobre el cuerpo, entre otros, es experimentar una veloz y continua huida a contra reloj en relación al cuerpo mismo.

En Cabeza mecatrónica sonámbula, el pintor narra otra manera de sustraerse al cuerpo y eludir las sensaciones que de él emanan. Un ente-máquina hipnotizado, enajenado de sí mismo y del mundo que lo rodea. Sus piernas y su cabeza son engranes cuya marcha la pauta una manija puesta a sus espaldas con la cual se da cuerda y echa a andar su cuerpo y su cabeza sin que de ello, nada sepa. El mundo que lo rodea es frío y solitario, sólo otra máquina humana se ve a lo lejos en su entorno. Anestesiada experiencia la que se busca con el consumo de ácidos o bien con solventes bajo cuyo efecto de sopor, el sujeto puede sentir que se pierde y se invisibiliza ante el otro.

Y es que, no se debe dejar de insistir: desde la perspectiva del psicoanálisis, para que el consumo de sustancias de alguna sustancia adictiva sea considerado como adictivo, debe de prevalecer y estar en el centro de la vivencia psíquica del sujeto, la ineludible y apremiante sensación de no poseer un cuerpo propio y, por lo tanto, vivirse obligado a crear la ilusión, aunque sólo sea eso, una ilusión, de poseer uno a través del consumo o bien, la de inhibir o cancelar toda sensación proveniente del cuerpo. Es un problema en torno a cómo se ha constituido o no, la representación del cuerpo y de saberse o no, poseedor del mismo. De ahí que no sea el consumo en sí mismo ni siquiera la cantidad que se consume lo que define a un adicto, sino aquello que se busca a través de su ingesta. En este sentido, dependerá de cada historia en específico, aun la elección misma del objeto o sustancia adictiva. Unos buscarán aquellas por medio de las cuales la vivencia sea “elevar” el cuerpo, “inflarlo”, poseer la sensación de potencia, (en Yupi volador, apreciamos una figuración de esta modalidad que otorga el consumo de la cocaína); en otros, como son ciertos ácidos o solventes, usados para obtener el efecto contrario, es decir, para evitar toda sensación emanada del cuerpo; otros más, buscarán “hacer un cuerpo” con los otros, esto es, perderse en un cuerpo múltiple, amorfo, anónimo. La diversidad de experiencias sensoriales que plásticamente narra Alejandro Caballero, las convierte en una exposición figurativa que da visibilidad a las distintas vivencias que se padecen bajo el consumo de algún Pharmacón. Sigamos pues, analizando algunas de sus obras para dar cuenta de estos procesos.

En Exploración al territorio de los temperamentos, dentro de una cabeza abierta que opera como contenedor, bullen y se asoman diversos rostros de hombres y mujeres azorados, asustados, resignados, sometidos. Esa cabeza es una especie de carromato comandado por dos figuras cegadas por sendos anteojos, que ocultan, tal vez, su mirada extraviada o hipnotizada. Cada rostro deviene en un muestrario de perfiles identificatorios: un trabajador, un sometido, un soberbio, un capataz, un arrogante, un deprimido; dentro de una cabeza todos juntos pero, estos rasgos de personalidad están disociado sin conformar una identidad integrada. Se podría ser todos o ninguno, emular o reproducir sin embargo, ahí donde no hay certeza de poseer un cuerpo, ahí donde no se tiene un sentido en la vida, cualquier índice identificatorio puede ser tomado como una pseudo identidad ante la interrogante ¿quién soy?, ¿qué sentido tiene la vida, mi vida? En esta misma lectura se encuentra La maceta de los pensamientos, dentro de una cabeza-florero con rostro de mujer de mirada lánguida e indiferente, rebosan una serie de rostros que parecieran prefigurar sus pensamientos entre ellos inconexos, que van desde el odio, pedidos de auxilio, resquemores, que no logran conectar uno con otro y dar sentido a su existencia.

Por que sí, el adicto además de sentirse expropiado de su cuerpo, se vive inscrito en un mundo sin sentido que lo arrolla subjetiva y hasta físicamente pues, sintiéndose sin un cuerpo que lo sostenga, ¡¿desde dónde y cómo podría ubicarse en el mundo?! Hacer cuerpo a través del consumo se convierte así también, en una manera de construir un sentido de la realidad y un lugar en ella. De ahí que la salida del efecto de la droga sea vivida tan brutalmente, tan devastadoramente, puesto que de nuevo se ve arrojado el sujeto al sin sentido de su mundo, más allá de y junto con los estragos físicos. El sueño del maniquí, por ejemplo, es un relato de esta experiencia: dos torsos descabezados y sin piernas y una sola cabeza dormida, tirada a los pies de uno. Expuestas estas figuras en primer plano, al fondo aparece un mundo desolado, un entorno que por más ocre rojo que sea, termina siendo la sombra tostada y terrosa de ese mundo hostil bajo el cual se vive rodeado el adicto.

Ante tales desolados parajes, el pintor no se amedrenta ni quiere que otros se hundan o sucumban. Sin duda ha intuido y reconocido cómo, mediante el trabajo creador y en la compañía con semejantes, aquellas vivencias pueden ser trasmudadas en formas distintas y menos dañinas de estar en el mundo y con el otro para escapar del vacío y otorgarle sentido a la propia existencia. Ésta es su apuesta a través de la creación la personal y del trabajo colectivo: un acompañamiento lúdico en el que la vida no sea experimentada en soledad, sin sentido y en aislamiento. Las siguientes páginas de su narración dan cuenta de ello.

Empecemos con Desdoblamiento al ser recuperado. En esta figuración el artista trabaja sobre la imagen que ya vimos de aquel cerebro-pulpo clausurado por azules cierres pero, en esta versión, los cierres han sido abiertos y de entre ellos un rostro sonriente, como abrazado por sus propios brazos, aparece. De otro cierre abierto que cruza por encima del rostro, sale la figura desnuda de un hombre que se muestra azorado, sorprendido, como si por vez primera descubriera el mundo o saliera a la luz. Y si, seguramente esa es la vivencia: un cuerpo desnudo pero un cuerpo puesto en la vida. En esta misma secuencia encontramos Revelación de la neurona de personalidad oculta, el rostro apacible de una mujer , aparece tras quedar abierto el cierre de la botarga que lo encerraba. Sutil representación es Equilibrio del temperamento bestial , donde lo que pudo haber sido un toro desbocado, lo transfigura en una bicicleta con una avispa, (y evoquemos la expresión “avispado”, despierto) que comanda los manubrios.

Los efectos de una rehabilitación o “curativos” producidos por un trabajo terapéutico de acompañamiento, son narrados en representaciones como Reconfiguración familiar o Acompañamiento familiar en patología dual. En la primera padre, madre e hijo-a compartiendo un mismo espacio, son sostenidos por dos suaves manos que, sin asfixiarlos, los envuelve y acoge bajo una cálida atmósfera. En la segunda pieza, lo que parece ser una familia montada sobre un biciclo, miran hacia el horizonte aluzados por una linterna-ojo proveniente de un rostro en perfil dispuesto detrás de ellos. Su travesía parece ocurrir bajo el manto de la luna, al fondo, la noche anuncia tempestades.

Una serie de fascinantes y lúdicos jugueteros, “rehabilitadores” como los nombra el artista, construidos en cuadrículas para formar estantes, “alacenas de sorpresas” como él mismo las llama, sobre una base rectangular; en ellos, Alejandro dispone en cada uno de los recuadros, un juguete: trenecitos, globos aéreo-estáticos, tornillos, bloques, trompos, reguiletes, resortes, antifaces, yoyos, muñecas, culebras rodantes, cápsulas voladoras, torsos... ¡vaya!, toda una galería o estantería con las “traperías” y los fragmentos que el artista ha recolectado de aquello que quedó disperso, desbalagado, desconectando, desechado, fragmentado, desarticulado bajo la vivencia adictiva pero en estas obras, el artista los recupera en su cualidad de ser las partes que forman o pueden llegar a formar una unidad a través del juego -ya no adictivo- sino aquel que permite una recomposición mediante un trabajo rehabilitador en acompañamiento sea vía la creación o bien, un proceso terapéutico. Algunos jugueteros sobresalen por su luminosidad e ingenio y por la interrelación entre sus elementos dispuestos a ser articulados entre ellos. Juguetero Rehabilitador con cubo Juguetero rehabilitador con ludo-tornillo, Juguetero rehabilitador con mariposa, Juguetero rehabilitador con pirinola facial, Juguetero rehabilitador con culebra rodante. En todos los jugueteros, una figura integrada, sea un maniquí –de los cuales se vale el artista para su creación de arte-objeto o bien en sus pinturas, quizá por su efecto ominosos- de mujer o de hombre, sea una culebra rodante, son colocados justo en la base rectangular sobre la cual están sostenidos los diversos fragmentos. Lo interesante de esta disposición es que el pintor pone, en el soporte de cada juguetero, ya sea la figura de una culebra rodante o, un hombre dentro de un tubo, o una mujer ensamblada con tornillos, engranes o ruedas y si bien, resultan crear una unidad armoniosa y frágil. Pero una unidad a partir de la cual queda habilitada la unión o reunión de lo que, otrora, era vivido como partes dispersas, sin conexión o bien ésta automatizada.

Alejandro Caballero abre ante nuestra mirada, un vasto crisol de imágenes de figuras humanas y rostros, artefactos y juguetes, maquinarias y engranajes, toda un arsenal de elementos que el pintor va articulando con delicadeza hasta componer una narrativa que nos traduce, visualmente, la condición subjetiva y la multiplicidad de sensaciones y afectos subyacentes a la vivencia del adicto. Perceptibles tan sólo en sus estragos físicos, como ya dijimos, poco sabemos o queremos saber, de los impactos psíquicos que en el adicto ocurren y pautan su adicción. Inevitablemente, el dolor, el vacío, el sufrimiento, el automatismo y una profunda soledad, acompañan el vivir diario bajo el consumo de algún fármaco. Un mundo que Alejandro se ha propuesto poner a la luz, a partir de su escucha y del trabajo artístico en los talleres que ha creado. Una narración en la que, con toda la fuerza y la potencia figurativa del pintor, recorre en las profusas representaciones de sus lienzos y papeles tan llenos de color y de claro-oscuros, sin omitir detalles, sin ocultar los temores y horrores que se padecen, narrándonos de manera abierta y accesible, sencilla y compleja, divertida y trágica, terrorífica y conmovedora, hasta poder dar visibilidad a ese mundo escondido bajo puentes, en rincones o escondrijos, de aquellos que se viven y se han vivido en un mundo lleno de sombras y oscuridad.

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